Estaba solo en la parroquia porque hacía un tiempo que suesposa, con su bebé recién nacido, tomaba el tren después deltrabajo hacia Ushida, un suburbio del norte, para pasar la nocheen casa de una amiga. De las ciudades importantes de Japón,Kyo-to e Hiroshima eran las únicas que no habían sido visitadas por B-san —o Señor B, como llamaban los japoneses a los B-29,con una mezcla de respeto y triste familiaridad—; y el señor Tanimoto, como todos sus vecinos y amigos, estaba casi enfermo deansiedad. Había escuchado versiones dolorosamente pormenorizadas de bombardeos masivos a Kure, Iwakumi,Tokuyama y otras ciudades cercanas; estaba seguro de que elturno le llegaría pronto a Hiroshima. Había dormido mal lanoche anterior a causa de las repetidas alarmas antiaéreas.Hiroshima había recibido esas alarmas casi cada noche ydurante semanas enteras, porque en ese tiempo los B-29 habíancomenzado a usar el lago Biwa, al noreste de Hiroshima, como punto de encuentro, y las superforta-lezas llegaban en tropel alas costas de Hiroshima sin importar qué ciudad fueran a bombardear los norteamericanos. La frecuencia de las alarmas y la continuada abstinencia del Señor Bcon respecto a Hiroshima habían puesto a la gente nerviosa.Corría el rumor de que los norteamericanos estaban reservandoalgo especial para la ciudad.El señor Tanimoto era un hombre pequeño, presto a hablar,reír, llorar. Llevaba el pelo negro con raya en medio y más bienlargo; la prominencia de su hueso frontal, justo encima de suscejas, y la pequenez de su bigote, de su boca y de su mentón, ledaban un aspecto extraño, entre viejo y mozo, juvenil y sin embargosabio, débil y sin embargo fogoso. Se movía rápida y nerviosamente, pero con un dominio que sugería un hombre cuidadosoy reflexivo. De hecho, mostró esas cualidades en los agitadosdías previos a la bomba. Aparte de decidir que su esposa pasaralas noches en Ushida, el señor Tanimoto había estado trasladandotodas las cosas portátiles de su iglesia, ubicada en el atestadodistrito residencial de Nagaragawa, a una casa de propiedadde un fabricante de telas de rayón en Koi, a tres kilómetros delcentro de la ciudad. El hombre de los rayones, un tal señor Mat-suo, había abierto su propiedad, hasta entonces desocupada, para que varios amigos y conocidos pudieran evacuar lo quequisieran a una distancia prudente de los probables blancosde los ataques. Al señor Tanimoto no le había resultado difícilempujar él mismo una carretilla para transportar sillas,himnarios, Biblias, objetos de culto y registros de la iglesia, perola consola del órgano y un piano vertical le exigían pedir ayuda.El día anterior, un amigo del mencionado Matsuo lo habíaayudado a sacar el piano hasta Koi; a cambio, él le había prometido al señor Matsuo ayudarlo a llevar las pertenencias deuna de sus hijas. Por eso se había levantado tan temprano.El señor Tanimoto se preparó el desayuno. Se sentía terriblementecansado. El esfuerzo de mover el piano el día anterior, unanoche de insomnio, semanas de preocupación y de dieta desequilibrada,los asuntos de su parroquia: todo se combinaba paraque apenas se sintiese preparado para el trabajo que le esperabaese nuevo día. Había algo más: el señor Tanimoto había estudiadoteología en Emory College, en Atlanta, Georgia; se habíagraduado en 1940 y hablaba un inglés excelente; vestía con ropasamericanas; había mantenido correspondencia con varios amigosnorteamericanos hasta el comienzo mismo de la guerra; y,encontrándose entre gente obsesionada con el miedo de ser espiada —y quizás obsesionado él también—, descubrió que se sentíacada vez más incómodo. La policía lo había interrogado variasveces, y apenas unos días antes había escuchado que un conocido,un hombre de influencia llamado Tanaka, oficial retirado